En París conoció a Fray
Servando Teresa de Mier, un sacerdote revolucionario de origen mexicano, y lo
convenció para que juntos abrieran una escuela de lengua española. Para
acreditar sus conocimientos, Rodríguez tradujo al castellano la novela Atala de
Chateaubriand; Mier se atribuyó la traducción. También estudió física y
química, y se convirtió en el expositor de orden de las investigaciones del
laboratorio para el cual trabajaba.
Bolívar se encontraba en París
desde 1803, y Simón Rodríguez formaba parte de sus amistades más cercanas.
Ambos disfrutaban de largas tertulias, a veces solos y otras acompañados de
Fernando Toro o de algún otro personaje. En 1805 emprendieron una larga
travesía hasta Italia, cruzando a pie los Alpes. Fueron de Chambéry a Milán,
luego a Verona y Venecia, Padua, Ferrara, Florencia y Perusa.
Por último, llegaron a Roma.
Aquí fue donde subieron al Monte Sacro y se produjo el famoso juramento de
Bolívar de libertar América: "Juro delante de usted (así describe
Rodríguez el juramento de Bolívar), juro por el Dios de mis padres, juro por
ellos, juro por mi honor, y juro por la patria, que no daré descanso a mi brazo,
ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por
voluntad del poder español".
En la ciudad de Nápoles sus
trayectorias se separaron: Bolívar regresó a América; Simón Rodríguez volvió a
París y de ahí marchó a Alemania, y luego a Prusia, Polonia, Rusia e
Inglaterra. Según su propio relato, trabajó en un laboratorio de química,
participó en juntas secretas de carácter socialista, estudió literatura y
lenguas y regentó una escuela de primeras letras en un pueblecito de Rusia.
Posteriormente, en Londres, se
desempeñó como educador e inventó un novedoso sistema de enseñanza con varios
tópicos, de los cuales uno estaba destinado al buen manejo de la escritura:
colocaba a sus alumnos con los brazos en triángulo y los dedos atados, quedando
en libertad el índice, el medio y el pulgar. Y los ejercitaba en seguir sobre
el papel, situado oblicuamente, los contornos de una plancha de metal donde se
había trazado un óvalo. De esta figura formaba todas las letras. "Nada más
ingenioso (diría Andrés Bello), nada más lógico, nada más atractivo que su
método; es en este sentido otro Pestalozzi, que tiene, como éste, la pasión y
el genio de la enseñanza".
Y es que Simón Rodríguez era
un apasionado de la escritura. Veía en ella unas capacidades expresivas que,
desde su punto de vista, no estaban reflejadas en la gramática española. Solía
escribir utilizando al máximo signos de puntuación, admiración y exclamación,
mayúsculas y subrayados, y esquemas de fórmulas, símbolos, paréntesis y llaves,
de forma tal que le resultara posible transmitir el espíritu y la complejidad
de sus pensamientos. Quería una letra viva. Y así la habría de practicar a lo
largo de todos sus escritos en Europa y una vez retornados al nuevo continente.
Animado por las noticias que
le llegaban de América, Simón Rodríguez emprendió viaje de regreso en 1823. En
su largo exilio había madurado cada vez más sus ideas en torno a la educación y
la política, nutriéndose, fundamentalmente, del pensamiento de Montesquieu. Es
cierto que Rodríguez acogió las ideas de la Ilustración, pero las utilizó como
referencia para la construcción de un proyecto muy original.
En realidad, no podía ser de
otra forma, pues el legado de Montesquieu acerca del determinismo geográfico y
cultural no invitaba a nada distinto. Así lo expresó Simón Rodríguez: "Las
leyes deben ser adecuadas al pueblo para el que fueron dictadas, [...] deben
adaptarse a los caracteres físicos del país, [...] deben adaptarse al grado de
libertad que permita la Constitución, a la religión de sus habitantes, a sus
inclinaciones, a su riqueza, a su número, a su comercio, a sus costumbres y a
sus maneras".
De ahí que su obsesión fuera,
hasta el momento de su muerte, la de promover la "conquista de América por
medio de las ideas"; era preciso formar ciudadanos allí donde no los
había, y sólo así se lograría fundar verdaderas repúblicas que no fuesen una
mera imitación de las europeas. La América española poseía su propia identidad,
y había de poseer sus propias instituciones y gobiernos: "O inventamos o
erramos". Su pensamiento, aunque original, chocaba con el ideario que
imperaba en los albores de la Independencia americana. Quizá por ello nunca fue
del todo comprendido, aun cuando su lucha por ser escuchado y por fundar
escuelas públicas a diestro y siniestro no cesó sino en el instante de su
muerte.
Una vez enterado de la
estancia de Rodríguez en Colombia, Bolívar le escribió una carta en la cual lo
invitaba a encontrarse con él en el sur, donde se hallaba en plena campaña. En
Bogotá, primer lugar de estancia a su regreso, sus primeros pasos se
encaminaron a instalar una "Casa de Industria Pública". Deseaba, más
que nada, dotar a los alumnos de conocimientos directos y habilitar maestros de
todos los oficios.
El proyecto fracasó por falta
de recursos y el maestro se dirigió hacia el sur. En Guayaquil presentó al
gobierno un plan de colonización para el oriente de Ecuador. Finalmente, se
encontró con Bolívar en Lima: Simón Rodríguez le presentó sus planes
pedagógicos, que habrían de ser implantados en América, en las escuelas que el
Libertador ya trataba de fundar y que pondría bajo la dirección del educador.
Simón Rodríguez quedó incorporado a su equipo de colaboradores.
A mediados de abril de 1825
inició, junto con Bolívar, un recorrido por Perú y Bolivia. En Arequipa
organizó una casa de estudios; después subió al Cuzco, donde fundó un colegio
para varones, otro para niñas, un hospicio y una casa de refugio para los
desvalidos. En el departamento de Puno hizo otro tanto. En septiembre, ya
acompañados del general Antonio José de Sucre, presidente de Bolivia, entraron
ambos en La Paz, antes de dirigirse a Oruro y a Potosí.
Y en Chuquisaca, en noviembre
de 1825, tuvo que detener la marcha, pues el proyecto educativo de Simón
Rodríguez había de comenzar en esa ciudad. Bolívar lo nombró entonces director
de Enseñanza Pública, Ciencias Físicas, Matemáticas y Artes, y director general
de Minas, Agricultura y Caminos Públicos de la República Boliviana. El primer
día del año 1826 comenzaría a funcionar la llamada Escuela Modelo, que en el
cuarto mes de su andadura tenía ya doscientos alumnos.
El plan de enseñanza era muy
original: se agrupaba a los alumnos y se concertaban los métodos educativos,
mezclándose la técnica y el espíritu. Los niños, entregados por entero a las
tareas de aprendizaje, aun durante los ratos de diversión, eran observados
individualmente por personal facultativo para identificar las inclinaciones de
cada alumno. En palabras de muchos entendidos, la originalidad de estos
proyectos se parecía a la aplicada en los famosos falansterios de Charles
Fourier; sin embargo, Simón Rodríguez nunca había tenido contacto con aquella
obra.
Con independencia de cuál fuera
la filosofía implicada en el desarrollo de este proyecto, estuvo claro que no
tenía encaje alguno en la sociedad de entonces; la gente no comprendía aquello
y le parecía excesiva la inversión que demandaban las escuelas. El mariscal
Sucre se vio influido por la crítica del medio, y escribió al Libertador para
mostrarle su descontento con la obra de Robinson, como lo solía llamar. Después
de enemistarse con todos, Simón Rodríguez renunció finalmente a su cargo. Con
profunda rabia y decepción escribió una carta al Libertador, en la que se quejó
amargamente de la incomprensión que había padecido.
Decepcionado por cuanto no le
habían dejado hacer por la libertad de América, y arruinado y endeudado por
cuanto había puesto de su bolsillo para el funcionamiento de las escuelas, se
marchó al Perú. En Arequipa montó una fábrica de velas, de la cual esperaba
obtener fondos para su manutención; las velas representaban también una muestra
sarcástica de aquello que en su opinión había significado el "siglo de las
luces" para América.
El éxito de su negocio, sin
embargo, estuvo en su retorno a las actividades de maestro: los padres acudían
masivamente a la tienda para que se encargara de la educación de sus hijos; y
fue así como Simón Rodríguez pidió nuevamente licencia para ser maestro. En
1828 publicó su primera obra, titulada Sociedades americanas en 1828; cómo son
y cómo deberían ser en los siglos venideros. Se trataba, en realidad, del
prólogo de la obra, en el cual se defiende el derecho de cada persona a recibir
educación, señalándose la importancia que ésta tiene para el desarrollo
político y social de los nuevos estados americanos.
La primera parte fue reimpresa
en El Mercurio Peruano al año siguiente, y continuada en El Mercurio de
Valparaíso en noviembre y diciembre de 1829. También publicó en la imprenta
pública una obra en defensa de Bolívar, titulada El Libertador del Mediodía de
América y sus compañeros de armas, defendidos por un amigo de la causa social.
Otras obras suyas fueron publicadas, entre las que figura un proyecto de
ingeniería e hidrología en torno al terreno de Vincoaya. Había muerto el
Libertador y el proyecto de la Gran Colombia había quedado deshecho.
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