Simón
Narciso Jesús Rodríguez
Jamás la historia de la
América independentista ha sido tan injusta con uno de sus grandes personajes
como lo fue con la obra del insigne educador y gran pensador americano don
Simón Rodríguez. El relato de su vida, atrapado en el sobrenombre de El Maestro
del Libertador, se destacó en la historia por el mérito de haber forjado el
espíritu y las ideas de Bolívar, reduciendo a pasividad lo que fue realmente
una activa relación de reciprocidad.
Pero Simón Rodríguez no nació
para hacer de Bolívar el futuro Libertador de América; se hizo a sí mismo, más
bien, para convertir en verdaderas repúblicas a los territorios conquistados
por la libertad. El proyecto diseñado por Simón Rodríguez, basado en la
colonización del continente por sus propios habitantes y en la formación de
ciudadanos por medio del saber, lo dibuja como un gran pensador americano a
quien, en virtud de su incesante lucha en favor de la educación popular, sería
más justo recordar como el gran maestro de muchos. La originalidad de sus
pensamientos, su sentido estricto de la honestidad, la trascendencia renovadora
de sus ideas pedagógicas y sociales y la heterodoxia y excentricidad de sus
métodos hablan de un hombre con sentido propio, ajeno al contexto de su época.
Los historiadores suelen
ubicarlo en la borrosa frontera que separa la genialidad de la locura; y no sin
razón, ya que la vida de Simón Narciso Jesús Rodríguez se encuentra minada de
anécdotas que no cesan de sugerir la interrogante. Nació en Caracas el 28 de octubre
de 1769 (aunque también se afirma que fue en 1771); se dice que era hijo
natural de Rosalía Rodríguez y de un hombre desconocido, de apellido Carreño.
Las imprecisiones en torno a
su procedencia han animado la fábula: abandonado en las puertas de un
monasterio, se crió en la casa de un clérigo de nombre Alejandro Carreño, quien
se presume que era su padre, junto a su hermano Cayetano Carreño, que se
convertiría en un famoso músico de la ciudad. Era alto y fornido, y su
extravagante forma de vestir provocaba la risa de muchos.
Ninguna de estas referencias,
sin embargo, cifra la existencia de Simón Rodríguez: viajero incansable, fue un
cosmopolita en el sentido literal del término, a quien poco importaba el
arraigo a cualquier vínculo familiar, cultural o territorial. El ethos de su
vida fue siempre educar, y para ello recorrió el mundo entero, en busca de un
lugar en el cual pudiera "hacer algo" y poner en práctica sus ideas.
Ésta fue su verdadera patria.
La larga carrera de Simón Rodríguez
como educador, si es que así puede etiquetarse su incesante labor de
"formar ciudadanos por medio del saber", se inicia oficialmente
cuando el Cabildo de Caracas le otorga, en 1791, el permiso para ejercer de
maestro de escuela de primeras letras en la única escuela pública de esa
ciudad. Claro está que la formación autodidacta emprendida por Rodríguez desde
muy joven habla de un inicio más temprano en su carrera y de un encuentro
prematuro con la vocación del saber, la reflexión y el pensamiento.
A los veinte años de edad,
según se dice, Simón Rodríguez ya había leído a Jean-Jacques Rousseau,
particularmente su obra Emilio o De la educación, y una traducción de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Como muestra del ímpetu
y la avidez de sus reflexiones, siempre originales y a contrapelo del medio,
presentó al ayuntamiento de Caracas, en 1794, un estudio titulado Reflexiones
sobre los efectos que vician la escuela de primeras letras de Caracas y medio
de lograr su reforma por un nuevo establecimiento.
Las ideas vertidas en este
ensayo parten de la necesidad de formalizar la educación pública por medio de
la creación de nuevas escuelas y la formación de buenos profesores; de esta
forma, argumentaba, se promovería la incorporación de más alumnos (incluyendo a
los niños pardos y negros) y la disminución progresiva de la enseñanza
particular; se requería además buenos salarios.
Fue en esa época cuando, en la
escuela de primeras letras del Cabildo de Caracas, tuvo entre sus alumnos,
hasta los catorce años, al entonces travieso Simón Bolívar. Simón Rodríguez,
que además de maestro era también amanuense del tutor de Bolívar, había sido
recomendado para encargarse de la educación del futuro Libertador de América.
Alguna contingencia de vital
importancia para la vida del maestro lo animaría a abandonar el país. La fecha
de su éxodo es dudosa, tanto como la naturaleza de los acontecimientos que lo
propiciaron. Es un lugar común el que afirma que Simón Rodríguez formaba parte
de la famosa conspiración de Manuel Gual y José María España, descubierta el 13
de julio de 1797, y que tuvo que huir despavorido hacia La Guaira para
embarcarse en un galeón con destino a Jamaica.
Hay quien asegura, sin
embargo, que su partida ocurrió en fecha anterior a noviembre de 1795, y que
fue motivada por su descontento con el régimen español: "Mal avenido con
la tiranía que lo agobiaba bajo el sistema colonial (en palabras de Daniel
Florencio O'Leary), resolvió buscar en otra parte la libertad de pensamiento y
de acción que no se toleraba en su país natal". Jamaica le esperaba como
puerto de inicio de una aventura de más de veinte años en el exilio.
La vocación que mostraba Simón
Rodríguez hacia la educación se manifiesta también en la atención que prestaba
a los nuevos conocimientos; se encontraba sediento por aprender, al tiempo que
diseñaba y ensayaba a su paso nuevos métodos de enseñanza. Una vez en Kingston,
Rodríguez utilizó sus ahorros para aprender inglés en una escuela de niños;
mientras lo hacía, se divertía enseñando castellano a los párvulos. Su método
era curioso: "Al salir a la calle los alumnos lanzan sus sombreros al
aire, y yo hago lo mismo que ellos".
Su siguiente destino sería
Estados Unidos. En Baltimore se empleó como cajista de imprenta, oficio que le
permitiría, más tarde, componer él mismo los moldes de imprenta de sus obras.
Tres años después viajó a Bayona, en Francia, donde se registró bajo el nombre
de Samuel Robinson "para no tener constantemente en la memoria (según dijo
él mismo) el recuerdo de la servidumbre". Más tarde, en la ciudad de
París, se empadronaría en el registro de españoles de la manera siguiente:
"Samuel Robinson, hombre de letras, nacido en Filadelfia, de treinta y un
años"; y esta identidad la mantendría los siguientes veinte años de su
vida en el viejo continente.
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